Este relato se aleja de mi estilo usual. El motivo: forma parte de una poesia en prosa de cuatro capítulos (de los que solo escribí el uno y el tres). El título del poema: Las Sandalias de San Francisco. Lo que me gusta del amor: que hay muchas formas de escribirlo, describirlo y reescribirlo; aunque a veces sea meloso.
Ella es una mujer. Creo que esa es la mejor manera de comenzar este relato. No cuenta mucho, pero dice lo necesario… justo como es ella. Sí, es un buen comienzo, pero no pretendo ser tan intrigante como lo pueden ser las frases que acabo de enunciar, de hecho, ese no es mi estilo y está bastante lejos de mi pretensión, por lo que, disculpándome por adelantado debido a mi decisión de alargar esta sección, no me remitiré a los hechos.
Ella es una mujer segura e independiente, o eso es lo que aparenta. Su vida fue marcada por algunos de los ya comunes males de la sociedad postmoderna, de la que ni Buñuel ni Dalí podrían hacer un retrato surrealista. Hija de padres separados, debió reintegrarse a un país tan ajeno como el propio para los que tuvieron que abandonarlo alguna vez. Mas para ella era particularmente lejano, pues su preadolescente rostro con dificultad entendía las razones por las que debía dejar a su padre, y a lo que creía que era su mundo.
Cada vez que uno deja el hogar la vida se torna rara, pero se supone que así debe de ser, por lo que dejarlo es ya rutina. El problema aparece cuando uno debe salir del hogar para ir al hogar. Esa figura de viaje sin viaje es la que atormentaba a la niña que miraba sus maletas alejarse por entre las bandas metálicas y los pisos semiplásticos de aquél pasteurizado aeropuerto.
Es curioso que un aeropuerto sea el lugar donde uno pierde las ganas de volar. En mi opinión eso es algo que San Francisco sabía. No señor, no estoy diciendo que San Francisco haya sido un asiduo visitante de los aeropuertos, yo también se algo de historia y, por lo mismo, es de mi conocimiento que en esos tiempos no tenían aviones, pero también se otra cosa, él usaba sandalias. Luego de la aclaración, continúo.
Es curioso que uno pierda las ganas de volar en los aeropuertos. Quizás el tener tan cerca el comienzo del viaje le hizo pensar en cosas que a su corta edad no estaba lista para entender. Quizás el azul verdoso de aquel hangar de ilusiones no era capaz de cubrir el color de los recuerdos, cualquiera que este sea.
De cualquier modo crecer, en si mismo, no es fácil, y creer que se debe crecer es creer que lo difícil está más lejano de lo que está. Ella es un juego de palabras.
Ella es una mujer, de eso no hay duda. Tiene una mirada suave e intrigante que parece preguntarte cosas cuando en realidad está respondiendo. Ella es una mujer, una con ojos ralentados, pero el ralentí esconde cosas de las que prefiere no hablar. Y así, en silencio, los que se le acercan y se sientan frente a la ventana ven menos de lo que creen que ven, pues el hipnótico movimiento de sus ojos los confunde.
Hay una particular relación entre el juego y el arte en la que me tengo que detener en este instante. Cuando la niña viajo estaba jugando, luego, al crecer empezó a comprender que el juego era más que un juego. Ese fue el día en el que aprendió a soñar, y el día anterior a convertirse en mujer. Ella es una soñadora.
Ella camina por la vida sorprendiendo. Desenvaina su sonrisa y mira los rostros buscando historias, pues es una cuenta cuentos y su espíritu comprende que en el arte del relato hay más vida que en la vida. Cada vez que relata un sueño, el mundo se sienta a escuchar y a admirar su cadencia, buscando aquella vitalidad inherente a la gente que deja de creer en la realidad, o que cree demasiado en ella como para aceptarla.
Ella es un juego de palabras o un sueño hecho de palabras. Ella es una duda. Su seguridad se basa en lo que su presente intenta dejar de negar y su independencia existe en la medida que sus sueños de cuenta cuentos pueden hacerse realidad. De hecho, ahora que lo pienso, ella es una mujer insegura y dependiente.
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